Las siete vueltas del gusano

Cuarenta y nueve años son suficientes para una maldición. O al menos cuando todos se han ido. Tu el primero, mi querido Martín.

Siempre es el mismo recuerdo el que abre la rutina: Tú, cruzando el pequeño puente de la calle México, tratando de sacar los lentes del bolsillo mientras hojeas un grueso y descabalado volumen. Siete años después, ya encanecido y habitado de una amargura que debía haber sido solo mía, saltaste desde aquel puente que tarde tras tarde nos miró pasear.

Es inútil que intente aligerar mi culpa. Cuando nació Claudia, creí que todo aquello de una maldición irrevocable era una advertencia inútil y sin trascendencia. Claudia era tus ojos y tus manos, tus gestos y el tono de tu voz. Como si hubiera sido hecha de una de tus costillas, copia idéntica en femenino y limpia de mi arrabal, de mis pecados.

Por eso nunca llegué a odiarla. Era demasiado tú, Martín, demasiado tú.

Andrea fue diferente. Tenía mi cabello rubio encrespado sobre los ojos más azules del mundo. Era el símbolo de mi conquista sobre el fracaso y la prueba más evidente de que yo estaba condenada. Porque si a Claudia nunca llegué a odiarle, no hubo forma, ni intento al menos de llegar a querer a Andrea. Cada progreso de su cuerpo y de su gracia era una puñalada de rencor que me nacía y se inflamaba. No sabes cuánto desee su muerte, sin piedad ni lástima. La soñé atrozmente despedazada, deshecha, y sin embargo, la deshecha y despedazada era yo cuando despertaba con esos destellos bajo los párpados.

Era como verme al espejo y yo no podía más que odiarme, a cada segundo en que todo lo alcanzado en aquella noche de locura se deslizaba, como se me había advertido, hacia su hora más oscura.
Cuando Claudia cumplía sus 6 años, supe que comenzaba tu ruina y mi cuota a cobrárseme por lo más alto.

Una noche te recostaste con una mano en la frente. “Es sólo una jaqueca, ya pasará” decías. Desde esa noche, conté 12 lunas para ver que dejabas de sufrir ¡pero a qué costo! Cada semana empeorabas y no hubo médico ni medicina que valiese. De día te abotagaba la pesadumbre y en la noche, nefandas pesadillas poblaban tu sueño. En ellas también habitaba la voz con los términos del pacto: Será tuyo, si, pero al séptimo año lo perderás y de su estirpe no tendrás más que locura y perdición. En tu propia dolorosa pesadilla te vi recrear, Martín, cada paso que me llevó al amargo maleficio: la desesperanza, el apego y al final, el inevitable atajo, la salida fácil.

Te sacaron del río tres días después. La mirada, decían, era muy horrenda. La expresión en tu rostro. El ademán.

Andrea era muy pequeña y pareció llevarlo bien. Pero a Claudia le abrió la marca que llevaría hasta el fin. Creció taciturna y engrisecida por tu ausencia y se abrazó a una culpa que no le pertenecía. Desde el fervor religioso a la locura melancólica, recorrió a su vez la senda de pesadilla que te abrumó y exactamente siete años después, con sólo catorce, se ahorcó en el sanatorio donde reposaban sus delirios.

Nunca la odie Martín. Pero tampoco sentí su muerte. Era parte de una deuda que contigo ya se había cobrado entera.

Para el alma vil el dolor tiene brazos cortos. Siete años después Andrea y yo éramos la fiesta. No había celebración nocturna que no llenásemos: Andrea, la seminiña caprichosa y rutilante ¿Quién no la desearía? ¿Y yo? A mis cuarenta y en la primera mirada, no me veía tan distinta de ella, pero todos intuían y deseaban el fuego que me consumía. Devorábamos hombres, fortunas y sueños con la misma alegría con que deshacíamos hogares, amistades y sociedades. La noche que Andrea cumplía veintiún años -los mismos veintiuno de la noche de mi pacto- conocimos a Rodrigo.

No pasó mucho tiempo antes que viniera a vivir con nosotras, a una mansión donde podíamos ver el puente, en una mueca del pasado que nunca me causó remordimiento. Era inteligente, mordaz, depravado. Se convirtió no sólo en nuestro compañero de infamias, sino en nuestro amante y alcahuete.

Éramos tan ruines que no me importó lo bajo de su plan, ni lo abyecto de sus deseos. Rodrigo decidió que ya no quería compartirme y se dedicó a prostituir a tu rubio tesoro con la felicidad de un maestro. Conocía el negocio, y Andrea rápidamente ascendió de categoría: de prostituta de ocasión a acompañante de empresarios. Pero tanto como la subía, la iba hundiendo en drogas y vicios inimaginables, hasta que una noche, la lucidez volvió por un instante a sus azules ojos y le apuñaló cuarenta y nueve veces mientras la drogaba para echarla a su jauría. Pero Rodrigo no murió sin defenderse. En el paroxismo de la muerte alcanzó a inyectarle una sobredosis y Andrea durmió al fin el sueño de los inocentes, para despertar, con certeza, en el infierno.

Cuatro vueltas Martín, apenas cuatro vueltas de siete y ya sólo miraba muerte en derredor.

Pero mi belleza seguía intacta. Era parte de la promesa, y créeme, supe aprovecharlo. No te aburriré ahora con la larga lista de infamias que me trajeron a este puente, exactamente siete veces siete años después de aquel Día de los Muertos, en que abrí las páginas de Ludwig Prinn y devoré sus abismos hasta conocer, los misterios del gusano.

Aún resuenan en mí las palabras... “signa stellarum nigrarum et bufaniformis Sadoquae sigillum...” y la respuesta condenándome a vivirte por siete años de idilio y felicidad inimaginadas, y a pagar siete veces siete años esa culpa. Lo que no sabía Aquello que Prinn trajo a esa noche, es que jamás, en estos vertiginosos cuarenta y nueve años, sentí culpa, ni pago, ni dolor alguno.

Y por eso estoy aquí Martín, al borde del mismo puente, feliz porque tendremos la eternidad del averno, para revivir la pesadilla.

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