Alejandra



I
Alejandra se levantó pesada. Miró alrededor como buscando algo, sólo para descubrir por enésima vez, que la piel que usaste durante la noche termina siempre desvaneciéndose con el sueño bajo el sudor de la almohada y el amargor de la resaca.
Sintió brevemente que dado lo poco que podía recordar de la noche anterior, no tiene nada de extraño que en las Mil y Una Noches el desamor se parezca tanto a un vaso de vino. Se desnudó con desmesurada parsimonia y se metió en la diminuta ducha, tratando de recuperar su identidad (cualquiera que fuese, cualquiera que le permitiesen las escamas, los años y el hastío) bajo el agua fría, quizás, demasiado fría.

II
Salir y enfrentarse a la calle era ya haber decidido un nombre, un alias contra el sol. “Soy una lagartija” se dijo con convicción. “Una lagartija pegada a una roca en un desierto lejano y desconocido, tengo colores brillantes y una lengua que sabe reconocerme en las mañanas”. Cerró con lentitud la reja y empezó a caminar lenta y despreocupadamente, como se supone debe hacerlo una reptiliana en la mañana del lunes menos particular. “Soy una lagartija”, dijo, y de pronto sonrió sacando apenas la punta de su lengua bífida, oliendo desenfadadamente el mundo, viviendo un rato sin pensar.

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