(Como) un dios entre los hombres
No era perfecto, ni estaba listo
aún, y él lo sabía. No podía serlo todavía, debía ceñirse a El Reglamento. El
Reglamento si bien era antiguo, era eternamente válido; un imperecedero mandato
que regía la actitud y evolución de sus semejantes desde el remoto inicio de
los tiempos.
Pensó por un momento que la
avenida por donde llegó al pueblo era una suerte de fotografía de sí mismo: austera,
solitaria, insensible. No se detuvo mucho esa reflexión, tal vez por temor a
apegarse a algún indiferente elemento de aquel ambiente de yerma lasitud.
Un leve mareo le recordó su
imperfección y una vez más se sintió un tanto frustrado, sensación que
rápidamente le abandonó. Él ya sabía lo poco que duraría su imperfección, su
duda. Para entonces había llegado a la plaza de la principal Catedral (siempre
había una). Penetró al silencioso templo con una interrogación marchita en el
rostro, y todos sus arcanos bien guardados tras los antiquísimos párpados.
No era el mejor, el elegido del
Consejo Superior, el innombrable, es más, a veces no parecía tener existencia
real; pero allí estaba, casi riendo a carcajadas, de rodillas ante el altar,
adquiriendo cada vez más, los cetrinos rasgos de los de su clase.
Era pasado el crepúsculo cuando
se echó de nuevo a la calle, a caminar con sus fingidos pasos, a deambular sin
rumbo mientras se daba la hora y las estrellas tomaban su posición. Y como pudo
constatar, ya la gente lo había notado y comenzaba a reaccionar.
Entró a un bar, donde la luz roja
y la algarabía de aquellas difusas y anónimas manchas le dieron la impresión de
estar siendo brutalmente castigado. El humo espeso le recordó vagamente sus estudios
iniciales, sus previas encarnaciones, sus vanos sueños, su maloliente catre en
Tebas, el laberinto sin nombre, el gélido desierto, su rojiza melancolía,
aletargada e inquietante. No habían transcurrido un par de suspiros cuando notó
que su aureola ya era discernible; ofuscado, asustado, intentó esconder su
inhumanidad bajo la mesa, entre las colillas, en las grietas de un rayado piso
que recibiría tan solo sus fingidos pasos de fuga.
Él era uno más, lo sabía. Pero
hoy era especial y único. No era solo otro nombre, otra imagen, como muchos que
había encontrado en su sempiterno vagar. En torno a los de su estirpe, se
habían tejido las más inverosímiles historias, las más sobrecogedoras
mitologías y los más desilusionados sueños de redención y final purificación.
Una vil callejuela, negra como su
revuelta cabellera, le recibió con ciertas dudas premonitorias, como conociendo
su destino, tan inexorable como El Reglamento, como la noche, como la ilimitada
eternidad de la nada insondable que le esperaba, embargándolo de paz absoluta,
y silencio.
Paso a paso, subió las escaleras
del campanario, único edificio suficientemente alto para sus propósitos. Inevitablemente,
sentía que tras él la gente comenzaba a arremolinarse, a venerarlo, amándolo y
odiándolo a la vez. La cúpula, tan amplia como sus recuerdos, bien cumplía con
los requisitos mínimos que exigía El Reglamento.
Elevó su preocupada mirada al
cielo, buscando el rojizo punto de luz que se acercaba con pasmosa calma al
cenit. Este lugar, este instante, eran todo y nada. Este pueblito diminuto e
irrelevante en la infinita extensión del Orbe, desconocía el honor que su suelo
recibiría gracias a la inusual y primitiva credulidad de sus habitantes; El
Reglamento era muy claro en ese punto: nadie nunca debía conocer la transición
ni su propósito en este plano. Sin embargo, esto se hacía difícil en ocasiones
como ésta; abajo la gente comenzaba a rezar y encender cirios multicolores, que
brindaban un espectáculo un tanto grotesco desde las alturas del campanario.
Los últimos instantes fueron
eternos; sus ojos fijos en el cielo, en el escarlata destino que le esperaba,
más allá de las Hyades, del tiempo, del temor, de su iniciación, de sus
muertes, ya sabían muy bien lo que le esperaba. Su esencia íntima y pura,
acostumbrada por milenios a deambular de mundo en mundo, no tuvo más conciencia
de la multitud, sus ojos no vieron las efigies y símbolos que se mecían con ridículos
cánticos en su honor.
El vacío lo recibió con deleite;
una vez más, había cumplido cabalmente con la transición y otro mundo lo
esperaba para incubarle de nuevo, quizás durante milenios de ignominia.
Una vez más, había sido un Dios
entre los hombres.
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