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Las siete vueltas del gusano

Cuarenta y nueve años son suficientes para una maldición. O al menos cuando todos se han ido. Tu el primero, mi querido Martín. Siempre es el mismo recuerdo el que abre la rutina: Tú, cruzando el pequeño puente de la calle México, tratando de sacar los lentes del bolsillo mientras hojeas un grueso y descabalado volumen. Siete años después, ya encanecido y habitado de una amargura que debía haber sido solo mía, saltaste desde aquel puente que tarde tras tarde nos miró pasear. Es inútil que intente aligerar mi culpa. Cuando nació Claudia, creí que todo aquello de una maldición irrevocable era una advertencia inútil y sin trascendencia. Claudia era tus ojos y tus manos, tus gestos y el tono de tu voz. Como si hubiera sido hecha de una de tus costillas, copia idéntica en femenino y limpia de mi arrabal, de mis pecados. Por eso nunca llegué a odiarla. Era demasiado tú, Martín, demasiado tú. Andrea fue diferente. Tenía mi cabello rubio encrespado sobre los ojos más azules de

Rosas blancas

No tenía en realidad, una razón seria para estar tan inquieto; una diminuta rosa blanca no era motivo suficiente. Sin embargo, era la tercera que recibía en la semana; lo que me preocupaba, no mucho, pero si lo suficiente como para esperar si había una cuarta entrega, o si por el contrario, esta sería la última rosa blanca.  Siempre he querido saber que sucedería si uno descorre con suavidad la cortina de una tarde cualquiera y sale dispuesto a confundirse entre una procesión, y luego regresa a casa con otras vestiduras, otro rostro. ¿Deberá uno entonces, modificar sus hábitos, sus temores, pasiones o misterios? ¿O deberá ser como siempre, encender triste y pausadamente las luces, con la paz habitual? ¿Recibir con la misma sorpresa una cuarta rosa, acompañada en esta ocasión de un camafeo con sólo una inscripción en el anverso? Ani . Sólo Ani y por supuesto, una cuarta y nívea rosa, con sus diminutos pétalos apretados, amontonados como si temieran sonreír y perder su sosegada