Las siete vueltas del gusano
Cuarenta y nueve años son suficientes para una maldición. O al menos cuando todos se han ido. Tu el primero, mi querido Martín. Siempre es el mismo recuerdo el que abre la rutina: Tú, cruzando el pequeño puente de la calle México, tratando de sacar los lentes del bolsillo mientras hojeas un grueso y descabalado volumen. Siete años después, ya encanecido y habitado de una amargura que debía haber sido solo mía, saltaste desde aquel puente que tarde tras tarde nos miró pasear. Es inútil que intente aligerar mi culpa. Cuando nació Claudia, creí que todo aquello de una maldición irrevocable era una advertencia inútil y sin trascendencia. Claudia era tus ojos y tus manos, tus gestos y el tono de tu voz. Como si hubiera sido hecha de una de tus costillas, copia idéntica en femenino y limpia de mi arrabal, de mis pecados. Por eso nunca llegué a odiarla. Era demasiado tú, Martín, demasiado tú. Andrea fue diferente. Tenía mi cabello rubio encrespado sobre los ojos más azules de