No era perfecto, ni estaba listo aún, y él lo sabía. No podía serlo todavía, debía ceñirse a El Reglamento. El Reglamento si bien era antiguo, era eternamente válido; un imperecedero mandato que regía la actitud y evolución de sus semejantes desde el remoto inicio de los tiempos. Pensó por un momento que la avenida por donde llegó al pueblo era una suerte de fotografía de sí mismo: austera, solitaria, insensible. No se detuvo mucho esa reflexión, tal vez por temor a apegarse a algún indiferente elemento de aquel ambiente de yerma lasitud. Un leve mareo le recordó su imperfección y una vez más se sintió un tanto frustrado, sensación que rápidamente le abandonó. Él ya sabía lo poco que duraría su imperfección, su duda. Para entonces había llegado a la plaza de la principal Catedral (siempre había una). Penetró al silencioso templo con una interrogación marchita en el rostro, y todos sus arcanos bien guardados tras los antiquísimos párpados. No era el mejor, el elegido del