Rosas blancas

No tenía en realidad, una razón seria para estar tan inquieto; una diminuta rosa blanca no era motivo suficiente. Sin embargo, era la tercera que recibía en la semana; lo que me preocupaba, no mucho, pero si lo suficiente como para esperar si había una cuarta entrega, o si por el contrario, esta sería la última rosa blanca. 

Siempre he querido saber que sucedería si uno descorre con suavidad la cortina de una tarde cualquiera y sale dispuesto a confundirse entre una procesión, y luego regresa a casa con otras vestiduras, otro rostro. ¿Deberá uno entonces, modificar sus hábitos, sus temores, pasiones o misterios? ¿O deberá ser como siempre, encender triste y pausadamente las luces, con la paz habitual? ¿Recibir con la misma sorpresa una cuarta rosa, acompañada en esta ocasión de un camafeo con sólo una inscripción en el anverso? Ani.

Sólo Ani y por supuesto, una cuarta y nívea rosa, con sus diminutos pétalos apretados, amontonados como si temieran sonreír y perder su sosegada actitud.

Cuatro rosas, un camafeo y un nombre (¿un nombre?). He salido a la calle a buscar el origen de todo ese ruido en mi cabeza.  Ani, ¿Qué es un Ani? ¿Un dolor acaso? ¿Una duda, un recuerdo, un remordimiento en la palma de la mano izquierda? Llevaba abiertos mis ojos; no iban a sorprenderme. La vieja biblioteca, desierta. Mi calle, enrojecida. Las piedras del camino, mudas de asombro ante la interrogante cifrada en mis pasos.

En casa, arribando a mi ausencia y a mi lecho, una quinta rosa, blanca y fantasmal, y una escueta frase, extraída quizás, de un viejo libro de despedidas... y si nos vemos de nuevo, habré olvidado tu nombre y el color de tus ojos.... El problema es que jamás he aprendido a despedirme de otra forma que con un adiós, y una espalda; con un entrecerrar de ojos y nada más. Un adiós sencillo y doloroso. 

Una embriaguez pesada envolvía mi habitación, como si cada resquicio fuera una tumba abierta y violada, enajenada, usurpada de quien sabe que; la tumba de un sacerdote o un viejo maestro, sabio y profundo. Pero era mi habitación, tal vez un poco más fría que esta tarde. Tal vez más llena que ayer; a veces un objeto tan banal o tan atroz como una pequeña rosa blanca, como las que abundan hasta los rosales más exiguos, puede resultar asfixiante y ocupar un volumen existencial muy agobiante. 

Hablé con Daniel. Le pregunté por cosas lejanas y hace tiempo idas, como Ciudad de México, jarrones, libros de humor negro y convenios firmados. Daniel dijo Ani, casi al azar; entre dientes quizás, o como si fuera algo muy grueso que le rayara la garganta. Quise ahondar, creí estar cerca más de una vez, de una sexta rosa, o de otro escueto mensaje, esta vez en una mirada incauta, que dejara adivinar todo el truco en todo este inmenso tablero de Go.

¿Ani? no sé, ¿verdad que suena curiosamente familiar?

La siguiente mañana desperté asustado. Una araña muerta sobre mi cama y un vaso medio vacío en la cabecera, eran el inicio de un extraño viaje, o de un atrincheramiento inconsciente. La violencia en levantarme y abrir la puerta me remitieron a escenas casi ambiguas, casi nuevas, casi olvidadas. Ani, una sexta rosa blanca y otra frase sin sentido: ...un domingo, de cualquier mes, en cualquier cementerio, puede adivinarse en muchos domingos de tu vida... 

Era sábado. Sábado de seis rosas blancas: diminutas, hirientes, inmutables. El camafeo, Ani y dos frases que no hacían mucho espacio en el mundo concreto, pero que me estaban convirtiendo en una abstracción. Al día siguiente sería domingo, el tan ansiado séptimo día, el del reposo y la admiración ante lo creado y lo destruido en la semana. Los domingos las rosas están más al alcance de la mano y la sangre más cerca de sus espinas. ¿Debía aguardar?; Ani no es una rosa blanca, de eso estaba seguro; sino, ¿cómo explicar que no la recordara, y que no sentía miedo al pronunciar su nombre?

Hubo insomnios y desvanecimientos, espesos e inevitables. Los perros no hacían ruido, más los gatos temblaban en sus almohadas; algunas hojas de los árboles caían con gran estrépito sobre la hierba, sobresaltándome a cada rato.

Amanecí. Saludé al sol en cruz. Las seis rosas, el camafeo y las incomprensibles frases parecieron aprobarlo, como una especie de preludio.

El camino al cementerio, entre los pajonales y las zanjas de ciega erosión, estaba lleno de reflejos y pájaros aullando. Recuerdo el muro y las primeras cruces, mohosas y silenciosamente sonrientes ante mis dudas. Dudaba de las rosas blancas, de Daniel y del calendario azteca. Tal vez no fuera domingo en el mundo de los muertos. Tal vez no hubiera día de descanso para quienes sólo se ocupan de descansar.

Tras el sicómoro y las amapolas, una figura reclinada. Suspiré aliviado cuando al sentir mi presencia, volteó en mi dirección.

Ciertamente pude recordar su nombre y el color de sus ojos. Realmente no importaba ahora, que sólo supiera despedirme diciendo adiós.

Vi una séptima rosa sobre la tumba. Ani como todos los años, depositaba en ella, siete rosas blancas, durante la semana de pronunciar mi nombre. 

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